“Sin ilusión, no hay vida”.
Hace unos días asistí a un emotivo acto donde un gran amigo presentaba, ante un reducidísimo público, un libro que él escribió sin ninguna aspiración, ni motivación profesional.
De hecho, es, tal y como él anunciara, edición única, sin editorial, con poco más de 100 ejemplares, para los que tiene ya decidido el reparto y destino de las librerías o mesillas de noche que, con todo el cariño, los conservarán, siendo la mía una de las escogidas.
Mi amigo se llama D. Juan Barranco Fernández y es, ante todo, una persona que acumula unas vivencias y una actitud ante la vida que, cuando creo tener algún “gran” problema, sólo debo recordar el título de su intimista documento “Sin ilusión, no hay vida” para recargar las pilas y coger impulso enfrentándome a ese imprevisto, al que, por efecto de magia, su volumen, amenaza y gravedad parecen reducirse e incluso, a veces, desaparecer.
También es un reconocido doctor pediátrico, procurador de los tribunales de Madrid y político activista, de esos políticos que, cuando con su partido, por grande e importante que sea, discrepa, no practica el transfuguismo, que va, simplemente, y sin más, crea uno independiente, a su imagen y semejanza, como es él, libre e independiente.
A pesar de las enormes e irreparables pérdidas en el seno de su familia, ha tenido la entereza y honestidad de enfrentarse a la vida, con la ilusión de continuar hacia delante velando por el bien de todos los que le rodean y que todavía esperan y confían en él para servirles de guía y ejemplo, una carga y una responsabilidad que asume con una humildad y una humanidad que te hace reflexionar.
Esta columna se la quiero dedicar a Juan; se la dedico al hombre, al padre, al marido y a la persona amiga que, tras tanto sufrimiento, pero también habiendo degustado y disfrutado el sabor de la felicidad más absoluta, quiere dejar un legado a sus familiares y amigos más directos con este humilde pero maravilloso testimonio de la vida, para recordar a todos los que lo lean, que tuvieron un padre, un abuelo y un amigo que hizo el camino sin importarle el destino, sólo quiso andarlo acompañado de los suyos, con la única preocupación de escoger siempre la senda o dirección donde indicara; destino “dignidad”.
Por personas así, y gracias a ellas, merece la pena confiar en nuestra sociedad, en nuestro país, por personas así, merece la pena levantarse y trabajar, asumir las responsabilidades que la vida nos aguarda y que motu proprio debiéramos ser capaces de asumir.
Por ti querido amigo, Juan.